Mucho se ha escrito sobre la muerte de Mozart.
La idea romántica de que fue envenenado tenía incluso un protagonista: Antonio Salieri, músico de éxito de la época al que la leyenda dibuja como un artista mediocre, pero que supo, como ninguno en su época, comprender el original genio de Mozart y muerto de envidia, no pudo soportar la idea de que un hombre aniñado tuviera semejante don.
El paroxismo llegó al extremo de creer que Mozart fue enterrado en una fosa común para borrar las huellas del homicidio. Hasta tal punto se extendió esta historia que se convirtió en el argumento de la ópera Mozart y Salieri de Rimski-Kórsakov, de una obra de teatro del célebre escritor ruso Alexandr Pushkin y del drama Amadeus de Peter Shaffer (texto en el que se basa la exitosa película homónima de Milos Forman, estrenada en 1984 y protagonizada por Tom Hulce). No existe ningún referente histórico que pueda corroborar dicha versión.
La realidad es que en julio de 1791, cuando Mozart ya sufría los síntomas de la enfermedad que le resultaría mortal, posiblemente uremia, recibió la visita de un personaje “alto y delgado, que se envolvía en una capa gris”, que le encargó la realización de un réquiem. La leyenda romántica pretende que Mozart vio en el anónimo personaje la encarnación de su propia muerte.
Desde 1954 se conoce, por un retrato, el aspecto físico del visitante, que no era otro que Anton Leitgeb, cuya catadura era ciertamente siniestra. Le enviaba el conde Franz von Walsegg y la misa de réquiem era por su esposa, recientemente fallecida.
El hecho de que altos personajes encargaran secretamente composiciones a músicos famosos y las presentaran en público como obras propias no era algo infrecuente por aquel entonces y no podía sorprender a Mozart, quien, en cualquier caso, aceptó el dinero del encargo.
A la muerte de Mozart, Joseph Eyble recibió la partitura para su terminación, que no llevó a cabo, recayendo esta tarea en Süssmayer.
La mañana del 4 de diciembre de 1791, Mozart todavía trabajó en el Réquiem, preparando el ensayo que sus amigos músicos habrían de realizar por la tarde en su alcoba. Hacía ya una semana que los médicos le habían desahuciado. Aquella tarde, durante el ensayo del “Lacrimosa”, Mozart lloró y le dijo a su cuñada Sophie, llegada para ayudar a Constanze: «Ah, querida Sophie, qué contento estoy de que hayas venido. Tienes que quedarte esta noche y presenciar mi muerte». A la noche, con gran serenidad, dio sus últimas instrucciones para después de su fallecimiento y entró en coma. Murió a las pocas horas, en la madrugada del 5 de diciembre.
Su amigo el conde Deym le hizo una mascarilla fúnebre, lamentablemente perdida, pues habría podido clarificar el enigma de su aspecto físico, tan contradictorio en sus varios retratos.
A continuación tuvo lugar un funeral en una nave lateral de la catedral de Salzburgo, al que asistieron, pese a la fortísima tormenta de nieve y granizo desencadenada, un nutrido número de músicos y miembros de la nobleza local. El dato es significativo, porque desmiente la leyenda sobre la indiferencia que rodeó su muerte y entierro. Es cierto, sin embargo, que nadie acompañó el cadáver al cementerio de San Marx, donde fue enterrado sin ataúd. Pero éstas eran las normas dictadas por José II en su curioso afán de «modernizar» la salubridad pública, normas que, incluso después de ser abolidas, fueron respetadas por numerosos librepensadores y francmasones.
Monumento a Mozart en Viena